Richard Wilhelm regresó a Alemania con el propósito decidido de ocupar una cátedra de sinología en la universidad de Francfort del Main, pero el hecho escueto de que él, que había marchado como misionero, volviera ahora como profesor universitario, pone de manifiesto hasta qué punto afectó a su vida la inseguridad de Europa. Pese a todo el éxito, a la gloria incluso, que iluminó los pocos años que aún había de vivir en su patria, su existencia, en este último período, acusó una marcadisima fluctuación, al menos vista desde fuera. Precisamente la función mediadora que adoptó entre las más dispares esferas, exigía el abandono de toda posición fija. Y, así, Richard Wilhelm estaba no sólo entre China y Alemania, que se alejaba alternativamente de él en idéntica medida tan pronto como se aproximaba a una de ellas, sino también entre el presente y el pasado, representados, respectivamente, por el cristianismo y el pensamiento chino tradicional. La tercera y última línea de tensión que recorría su vida y que, en última instancia, fue cobrando cada vez más importancia, era la que separaba la religión y la ciencia.
Richard Wilhelm se había ido apartando a poco de la Iglesia para entregarse al cultivo de la sinología, sin abandonar por ello sus obligaciones como teólogo no sólo de enseñar, sino incluso de predicar. Todo ello se desarrolló bajo la presión de una negativa de la que su padre político Christoph Blumhardt llegó, por último, a tener conocimiento. A decir verdad, el contenido de su mensaje había cambiado esencialmente: en el centro se encontraba ahora la fe en la «humanidad» pregonada por Confucio. En su trabajo El hombre como medida y medio (Der Mensch als Mass und Mitte), publicado en 1927, describe el hundimiento espiritual de la cultura occidental en la primera guerra mundial y, luego, formula las ideas, poco frecuentes en un teólogo, que siguen:
«No sólo han fracasado los hombres —cosa que aún se puede admitir—, sino que nos vemos obligados a proclamar abiertamente: también Dios está muerto. El Dios de que se nos hablaba en nuestra juventud, que, como Señor y Padre bondadoso y todopoderoso, está sentado en algún lugar del cielo como una persona que, si bien supera al hombre en todos los conceptos, posee en cierto modo rasgos humanos, y que desde allí dirige la historia del mundo con poder soberano a su voluntad, no puede ser ya definido en consciencia como realidad, pues ninguna dialéctica conseguirá hacernos creer en semejante Dios, bueno y todopoderoso, después de todo lo que hemos vivido.» «Pero —sigue diciendo Richard Wilhelm— Dios no muere. Si hoy nos parece que está vacío el sitio del Dios trascendente, si sabemos que ya no hay un Dios que nos empuja desde fuera, tenemos que rechazar valientemente esta ilusión. Esto es pasado. No queremos seguirle con los ojos tristes, ni fijar la mirada rígida en el cielo, donde sólo las estrellas siguen su curso inexorable. Queremos volver a la tierra, donde se encuentra el hombre. Y mira ahí: lo hemos encontrado. En el hombre se esconde el poder divino que puede crear nuevos mundos. El hombre es llamado a erigirse ahora en representante supremo de la divinidad. En él se han de conjugar todas las fuerzas. El hombre es un ente cósmico grandioso y potente. No es el individuo, sino la totalidad, la totalidad imbuida en espíritu de la humanidad. Este hombre cósmico forma, con el cielo y la tierra, la gran trilogía. Y el hombre es medida y medio. Lo que en este hombre circula como sangre de la vida es divino. Y fuera de él no hay nada divino.»
El pathos del idioma permite descubrir por sí sólo que Richard Wilhelm, con su dolorosa desvinculación respecto a la fe en un Dios trascendente, no pensaba separarse también de la metafísica como tal. Por el contrario, sus intereses le llevaban una y otra vez a los terrenos que separan ciencia y religión y que, entonces, eran cultivados con esmero en una Alemania, a decir verdad, muchísimo más viva en lo espiritual pero insegura y, sin saberlo, abocada a una nueva y mucho más grande catástrofe espiritual. Richard Wilhelm mantuvo estrechas relaciones, por ejemplo, con la «Escuela de la Sabiduría», fundada a principios de 1920 por el conde de Keyserling en la ciudad de Darmstadt; dicha escuela cultivaba una filosofía natural irracional y perseguía de este modo una síntesis de todas las culturas del mundo. Las personalidades más destacadas con las que entró en contacto tenían plurales intereses, aun cuando cada uno de sus nombres definía una orientación específica: C. G. Jung, Ortega y Gasset, Albert Schweitzer, Hermann Hesse eran algunos de los más importantes entre ellos. «Me veo envuelto en muchos círculos», escribía en una carta fechada en 1927. «Ahora tengo que pasar, por así decir, de la lejana China a la incontrastablemente real, mezquina y sucia, viva y agitada Europa, y nadar en aguas turbulentas. Pero si el alto nivel espiritual alcanzado en China no proporciona fuerzas suficientes para salvar a nado las corrientes de Europa, dicho alto nivel no es auténtico. Pero yo creo que sí, que es auténtico. Y, así, penetro en el turbio charco, sin gesto ni sobresalto, confiando únicamente en lo que ha descendido desde las esferas superiores a la realidad de la salvación. Esto es también lo que tiene de grandioso la joven China. Quedan todas sus naves. Cuando quieran echarse a nadar tienen que esperar a que les crezcan escamas. Y, por eso, yo también estoy esperando a que me salgan escamas. Escamas para el mar de la vida.» La fundación del Instituto de China, en Francfort, constituye la culminación de la obra de Richard Wilhelm en Alemania. El instituto estaba adherido a la universidad de la ciudad, pero en lo económico su funcionamiento era harto complicado, ya que en él intervenía incluso el Estado chino, pero sobre todo un grupo de personas privadas. Sin el talento organizativo de Richard Wilhelm y, en especial, sin sus dotes singulares para ganarse el favor de personas de la más dispar mentalidad, el instituto nunca hubiera llegado a ser una realidad, ni hubiera conseguido despertar efectivamente en Alemania una especie de admiración por China en el corto espacio de unos años. Pero, a la muerte de Richard Wilhelm, se puso en seguida de manifiesto hasta qué punto aquel milagro se debía a su personalidad. Aun cuando inmediatamente ocuparon su sitio destacados sinólogos, el instituto perdió, casi de la noche a la mañana, gran parte de su fuerza luminosa a los ojos del público. Poco a poco se fue convirtiendo en un reducto de la ciencia y alejándose cada vez más de lo que Richard Wilhelm había querido hacer de él, contando para ello con la participación de China, incluso en el plano religioso. El instituto había abandonado ya la tarea que le fuera asignada inicialmente, cuando murió Richard Wilhelm, y no cuando, hacia el fin de la segunda guerra mundial, el edificio fue convertido en un montón de escombros por las bombas.
La sinología académica alemana, por entonces en su primera juventud —la primera cátedra sinológica fue creada en Hamburgo el año 1909, la segunda en Berlín el año 1912—, observaba la inesperada popularidad de Richard Wilhelm, no sin cierta simpatía, pero también con cierto desasosiego. A diferencia, tal vez, de las misiones en muchas de sus manifestaciones, la sinología alemana no había tomado parte jamás en la campaña de denigración de China que tuvo lugar al iniciarse el siglo XX, aun cuando algunos de sus representantes más destacados, como, por ejemplo, el gran historiador y sinólogo Otto Franke, pertenecían al cuerpo consular; muy al contrario, ya desde un principio, había luchado por el reconocimiento y la comprensión de China a través de su historia y su cultura. Sin embargo, precisamente por esto, tampoco se dejó arrastrar tan fácilmente por la súbita corriente de admiración a China que, de manera especial bajo la iniciativa de Richard Wilhelm, había hecho presa en amplios sectores de la intelectualidad alemana. Esto no se debía en modo alguno a una actitud agresiva para con China —actitud que, por lo demás, no cabe esperar de alguien que ha dedicado toda su vida a este país—, sino al escepticismo que inspiraba la entrega excesivamente crédula y, por lo tanto, necesariamente nada crítica de la nueva corriente. O más exactamente: lo que realmente llevó a la sinología académica alemana a adoptar una actitud de reserva fue el maridaje del entusiasmo y la ciencia, cuando ésta, por su misma naturaleza crítica, se aparta siempre, al menos en una situación ideal, de aquél.
En principio, aquí hay dos concepciones básicamente antitéticas que, en idénticas condiciones, aparecen a menudo y, a decir verdad, no sólo en el campo de la sinología: una concepción, de acuerdo con la cual el objeto sólo puede ser aprehendido desde dentro, con ayuda de eros, en una íntima vinculación de sujeto y objeto, y otra, para la cual el distanciamiento, la visión desde fuera, constituye precisamente base de toda percepción. A la hora de enjuiciar el trabajo científico de Richard Wilhelm, esta antítesis en el campo de la sinología fue personalizada. Las primeras palabras de un artículo sobre éste, salido de las manos de alguien que no era especialista en cuestiones chinas, lo ilustra con singular claridad: «Hay más que suficientes sinólogos, especialistas en China, viajeros e investigadores —se nos dice en el artículo— que nos informan sobre el Imperio del Centro y se afanan en transmitirnos su cultura. Pero, ¿por qué no han conseguido aún transmitir la cultura china como vivencia integral? ¿Por qué nos han mostrado, a lo sumo, imágenes parciales, parcelas, consideraciones filológicas o estéticas sueltas? La respuesta no es difícil: porque la cultura china no se ha convertido todavía para ellos en vivencia integral, porque se han ocupado de China como especialistas, como especialistas en filología, en estética, en ciencia, etcétera. Pero ¿por qué la cultura china no ha llegado a ser para ellos todavía la vivencia integral? Tampoco aquí resulta difícil dar una respuesta: porque no se han dado, porque no se han entregado a sí mismos totalmente, porque no se han inclinado ante este mundo gigantesco en actitud de servicio y respeto. Esta entrega, este servicio, esta respetuosa humildad constituye el secreto de Richard Wilhelm»[1]
No puede sorprendernos que semejantes palabras no aliviaran precisamente las relaciones de la sinología académica con Richard Wilhelm, sino que, por el contrario, provocaran una actitud presidida por la arrogancia científica que, en ocasiones, llegó al extremo de afirmar injustamente - basándose sólo en la ausencia de un aparato filológico en las traducciones de Richard Wilhelm— que sus conocimientos del chino eran deficientes. De haber necesitado una refutación, hubiera podido disponer, a más tardar, de las traducciones del I Ching (1924) y de Lü-sbih ch'un-ch'iu (Primavera y otoño de Lü Bu We) (1928); la una ofrecía una interpretación del I Ching desconocida hasta entonces en Europa, y la otra la primera versión de un texto chino importante a una lengua europea, por lo que mereció un extenso y elogioso comentario de Paul Pelliot, posiblemente el más brillante sinólogo académico de su tiempo. Carl Hentze, uno de los relativamente escasos entendidos en cuestiones chinas que respetaron la memoria de Richard Wilhelm, escribió con justicia: «Lamentamos profundísimamente que el sabio Richard Wilhelm, trabajador incansable y honesto, se nos haya ido precisamente en el momento en que las sólidas cualidades de sus últimas obras hicieron callar a los críticos y a nosotros nos llevaron a confiar que de su pluma saldrían aún más»[2]
El tiempo de que disponía Richard Wilhelm para superar las contradicciones existentes entre la sinología académica alemana y su visión de China era demasiado corto para limar incluso las diferencias idiomáticas y estilísticas. El lenguaje de Richard Wilhelm, más de pintor que de dibujante, en el que aparecían insistentemente términos como «secreto», «extraño» y «causa primera», que oscurecían muchas de sus manifestaciones hasta hacerlas poco menos que ininteligibles, horrorizaba a más de un científico. Pero este lenguaje fue también el que, en una época de inseguridad, con su empeño de traspasar una y otra vez los límites de lo definible cautivó a más personas que científico alguno consiguió interesar por su doctrina. C. G. Jung, que conoció a Richard Wilhelm poco antes de la muerte de éste y, fascinado por el I Ching, descubrió en las «imágenes» de este libro una galería de «arquetipos», se recreaba asimismo en su lenguaje, que le parecía pertenecer al dominio del «inconsciente colectivo». «Escuchar la palabra sencilla de Wilhelm, mensajero de China, en medio de la ruidosa disonancia de metal y madera que preside las opiniones de los europeos, es todo un alivio», dijo en su oración fúnebre. «Se advierte claramente que el lenguaje tiene la escuela de la ingenuidad vegetal del espíritu chino, capaz de expresarse con incomparable profundidad; denuncia algo de la sencillez de la gran verdad, de la simplicidad del significado profundo, y trae hasta nosotros la suave fragancia de la flor dorada. Penetrando con suavidad, ha hundido en el suelo de Europa un germen delicado, para nosotros una visión nueva de la vida y juicio después de tanto disparate de arbitrariedad y arrogancia»[3]
Jung consideraba a Richard Wilhelm no sólo como a un científico interesado en China, sino —son palabras extraídas de una carta suya— como un «pilar para el puente entre Oriente y Occidente»[4], que, por este motivo, poseía cualidades muy singulares. «Palpando sólo superficies desnudas y lados exteriores de la cultura extranjera —dijo asimismo Jung en su oración fúnebre—, los espíritus mediocres no comen nunca el pan ni beben nunca el vino de la cultura extranjera, y, así, nunca surge la communio spiritus, esa íntima transfusión y compenetración que, alumbrando, prepara el nuevo nacimiento. El especialista ilustrado es, por regla general, un espíritu esencialmente masculino, un intelecto para el que la fructificación es un proceso ajeno y antinatural; por ello es un instrumento totalmente inadecuado para la procreación-transformación de un espíritu. El espíritu superior posee empero las características de la feminidad, con su vientre que concibe y alumbra, y es asimismo capaz de trocar lo extraño en un cuerpo conocido. Wilhelm poseía en toda su dimensión el raro carisma de la maternidad intelectual. A él tuvo que agradecer su capacidad para imbuirse, como nadie hasta entonces, en el espíritu de Oriente, lo que le capacitó para realizar sus imperecederas traducciones»[5]
Esta capacidad de imbuirse en la cultura china, capacidad que, por su parte, posee un marcado rasgo «femenino», aparecía hasta tal punto reflejada en la personalidad de Richard Wilhelm, que, a juicio de algunos de sus admiradores, en ella se aprecian más claramente los rasgos chinos que los europeos. «Richard Wilhelm se dejó captar y modelar de tal forma por la extraña cultura de Oriente —sigue diciendo Jung—, que, cuando regresó a Europa, nos trajo una imagen fiel de Oriente no sólo en cuanto a su espíritu, sino también en cuanto a su personalidad. Esta profunda transformación le exigió sin duda un gran sacrificio, pues nuestras premisas históricas son muy distintas de las de Oriente. La agudeza de la consciencia occidental y su cruda problemática tuvo que ceder ante la actitud humana más universal y ecuánime de Oriente, y el racionalismo occidental y su unilateral racionalismo ante la amplitud y simplicidad de Oriente. Esta transformación significó a buen seguro para Wilhelm no sólo un desplazamiento en su postura intelectual, sino también una disposición nueva de los componentes de su personalidad. El holocausto del hombre europeo era inevitable y también imprescindible para la realización de la tarea que le había reservado el destino»[6]
A decir verdad, la transformación interior aquí descrita es atribuida en general a otros muchos europeos que pasaron en China una parte considerable de su vida, aunque ciertamente en un sentido más trivial. Aparte de ello, lo que Richard Wilhelm tenía de privativo fue captado muy acertadamente por el conde de Keyserling, quien le definió como el «último chino». Él le había conocido durante el corto, característico período de tiempo comprendido entre la fundación de la República china en 1912 y la irrupción de la primera guerra mundial, en el círculo de los «ancianos de Tsingtau» y, a diferencia de C. G. Jung, había cobrado una impresión inmediata de la decrépita melancolía de la cultura china tradicional que se seguía cultivando en casa de Richard Wilhelm, pero que, por lo demás, se estaba hundiendo bajo el ataque de la intelectualidad joven. Su fórmula descubre un rasgo trágico en la vida de Richard Wilhelm, toda vez que este «holocausto del hombre europeo» fue llevado a cabo por él en un momento en el que muchos chinos se habían decidido a sacrificar el hombre chino para hacer frente a la amenaza de Occidente. La misma «vida» a la que los admiradores de China en Alemania elogiaban como concepto nuclear del pensamiento chino superior, que parecía superarse, al parecer sin esfuerzo, durante milenios, en el pasado y en el futuro, había abandonado ya esta mentalidad, sin que nadie en Occidente se hubiera dado cuenta de ello. «Justamente cuando en China se lanzó con fuerza el grito de abajo con el confucionismo, abajo con la vieja cultura —señaló Chang Chün-mai en su adiós a Richard Wilhelm— despertó en el extranjero el interés por nuestra cultura. ¿Será una peculiaridad del alma humana no estar nunca satisfecha con lo que tiene y tratar de alcanzar lo que no tiene?»[7]
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[1] Heinrich Berl: Badische Presse, 8.3.1930. (Artículo dedicado a la memoria de Richard Wilhelm)
[2] Carl Hentze: Richard Wilhelm, en Artibus Asiae, 1928/29, pág. 234.
[3] C. G. Jung: Obras Completas, vol. XV, pág. 71 (Gesammelte Werke, Bd. XV) Zurich, 1963.
[4] C. G. Jung: Cartas (Briefe), primer volúmen pág. 93, Friburgo, 1972.
[5] C. G. Jung: Obras Completas, vol. XV, pág. 64 (Gesammelte Werke), Zurich, 1963.
[6] Ibidem, pág. 72.
[7] Carsun Chang: Richard Wilhelm, el ciudadano del mundo (Richard Wilhelm, der Weltbürger), en Sinica, 1930, año 5, número 2, pág. 73.
Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega
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