Una tendencia a lo contradictorio caracteriza desde sus mismos inicios las ideas de los europeos acerca de China, el gran imperio de Extremo Oriente. A diferencia de los países del Próximo Oriente, que eran considerados como los que preparaban el camino a la cultura occidental o como sus rivales, a diferencia de la India, de donde Europa recibía el regalo de su espíritu y sus frutos, hasta que, ya en el siglo XIX, el descubrimiento del parentesco lingüístico tejió un nuevo y muy fuerte lazo, China constituía, con su sola existencia, una especie de provocación. No sólo se proclamaba «Imperio del Centro», sino que también lo era en cierto modo, toda vez que había desarrollado una idea del imperio en total independencia respecto a Occidente, de acuerdo con la cual el «Imperio» protegió al mundo ecuménico, civilizado, habitado, y se aseguró la continuidad de la cultura durante un período de tiempo mucho más largo que el concedido a la cultura europea.
Hubo de transcurrir muchísimo tiempo hasta que se constató la existencia de este polo opuesto al de Europa en el otro extremo de Eurasia, a causa, sobre todo, del aislamiento geográfico, de las numerosas estepas y cordilleras que se alzan de por medio y, no menos, a causa de la distancia poco menos que astronómica. Testimonio de ello es la incredulidad, la indignación incluso que provocaron los primeros relatos de Marco Polo y su revelación de que existía una civilización equiparable, cuando no superior, a la europea. Durante los siglos que siguieron, China volvió a caer en el olvido a los ojos de la Europa civilizada, hasta que, ya en el siglo XVI, apareció de nuevo, ahora de forma irrefutable, en el campo óptico de Occidente, gracias a la correspondencia epistolar y a los libros de los misioneros jesuitas enviados a Oriente. La admiración por China, que empezó a crecer lentamente con los informes de los misioneros, cobró consistencia en el siglo XVIII y se trocó, por último, en una especie de fervor, puso de manifiesto, sin embargo, que este país no era contemplado como lo que realmente era. Si fascinaba no era por su idiosincrasia, sino porque se veía en él algo así como la «anti-Europa», como un «Oriente» que brillaba cada vez con más intensidad, del que una Europa, ahora autocrítica, necesitaba para su nueva orientación. La confrontación intelectual tuvo lugar en el interior,no en el exterior.
Estas oscilaciones del interés parecen haber marcado hasta la actualidad el curso de la confrontación intelectual entre Europa y China. Cuanto más segura de sí misma se sentía Europa, tanto más claramente tenía que descubrir en China la rival implacable de su superior cultura; por el contrario, cuanto más a fondo investigaba sus fundamentos poniendo en entredicho su propia existencia, con tanta mayor insistencia empezaba a depositar sus esperanzas en el gigantesco imperio del centro, que había alcanzado una sabiduría al parecer irrevocable a lo largo de sus milenios de historia. Así, en el siglo XVIII, era de la chinoiserie, Leibniz concibió el plan de establecer los fundamentos de una cultura universal, que uniera a los hombres, con ayuda de academias chinas; a él se debe la famosa frase de que Europa, en lugar de catequizar a China, debería pedir a China que enviara misioneros a Occidente. En el siglo XIX, por el contrario, cuando Europa se vio invadida por una fe optimista en el progreso, a consecuencia del enorme desarrollo de la ciencia y la técnica, y empezó a sentir por sí misma un orgullo desmesurado, China fue relegada poco a poco a la condición de reducto de todos los males, de sitio donde se tramaban las más tenebrosas conjuras contra la Humanidad, en una palabra: a la condición de «peligro amarillo». El emperador Guillermo II recogió este estado de ánimo general en el grito, dirigido a los pueblos de Europa, de salvar los «bienes más sagrados» contra el ataque amenazador de Oriente.
Precisamente entonces tiene lugar el nacimiento de Richard Wilhelm: es el año 1873, del que ahora nos separa algo más de una centuria. Cuando, en 1899, fue enviado a Tsingtau el joven y sensible teólogo, al servicio del Allgemein-Evangelisch-Protestantischer Verein, el odio a China estaba precisamente a punto de alcanzar su momento álgido en Alemania, en vísperas del «levantamiento de los bóxers», que costó la vida al embajador alemán en Pekín, Von Ketteler, el 20 de junio de 1900. Veintiún años después, cuando Richard Wilhelm volvía a Alemania en un vapor japonés con algunos prisioneros de guerra alemanes procedentes de Siberia, la gran guerra había cambiado ya el mundo. La pomposa actitud de superioridad, que aún podemos descubrir en no pocos informes de los días que siguieron al levantamiento de los bóxers, se había venido abajo, sobre todo en Alemania, para dejar paso a una disposición viva a aceptar todos los estímulos procedentes del exterior. Por eso, la nueva misión que Richard Wilhelm se propuso con carácter de obligación a poco de volver a su patria, surgió casi de manera espontánea.
Él quería trazar un boceto de una nueva imagen de China y proporcionar así a su patria —Alemania— un nuevo sistema de ideales.
Carece de interés intentar dilucidar ahora si fue más bien esta imperiosa necesidad o la singular personalidad de Richard Wilhelm la que alumbró su éxito, ciertamente sensacional, y gracias a él cambió el rostro de China a los ojos del público alemán, en el corto decenio de 1920 a 1930, convirtiéndolo, de rostro diabólico, en ese semblante venerable y venerando que desde entonces nunca más ha dejado de ser, ni siquiera —por sorprendente que pueda parecer— durante los años del nacionalsocialismo y la alianza militar con el Japón. En cualquier caso, resulta incuestionable su mérito no sólo por haber impulsado esta nueva orientación con su participación apasionada, sino también por haberle proporcionado una base consistente con sus numerosos escritos y traducciones. De momento, también nuestra comprensión de China tiene que partir de la positiva imagen trazada entonces, aun admitiendo que la China actual se diferencia esencialmente de la vista y amada por Wilhelm, hasta el punto de que en muchos aspectos es su antítesis. Sin embargo, aun reconociendo el impacto causado en la mentalidad por el marxismo-leninismo, hay que admitir asimismo la presencia previa de algo inconfundiblemente chino que tiene su fundamento en el carácter y la historia de este país. Y esto es precisamente lo que confiere a muchas de las investigaciones de Wilhelm un valor que va más allá de su tiempo. Y ello porque cuando Wilhelm consigue captar efectivamente los fundamentos de la cultura china, aunque tal vez algunas connotaciones hayan quedado superadas, las afirmaciones conservan su validez e incluso resultan tanto más convincentes cuanto que ahora aparecen sin condicionamientos del momento. La simpatía sincera y espontánea hacia el hombre chino, de que da testimonio el primer capítulo de su libro de recuerdos El alma de China (Die Seele Chinas), le permitió alcanzar ese profundo conocimiento, por encima de los obstáculos que en aquellos tiempos tenían que separar necesariamente del pueblo chino a un misionero cristiano, a causa de todo un cúmulo de desafortunadas circunstancias.
Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega
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