"La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad."
Jorge Luis Borges
Hola Tegularius,
ResponderEliminarél no dice las palabras porque se olvidó de Tzinacán y de todos los hombres y seres del mundo. No es hombre ni ninguna otra cosa, es nadie. Incluso no hay manera de decirlo con palabras, "es nadie" es un absurdo.
El libro está lleno de palabras no dichas. Palabras que son dichas en nuestra subjetividad, si no hay hombres no hay palabras ni hay libro. Bibliotecas silenciosas en un mundo sin hombres.
Hay un cuento de Bradbury, Los 9000 millones de nombres de Dios, allí Bradbury agota las palabras. No son infinitas y con el fin de las palabras se agota el mundo.
Supongo que son las palabras las que nos hicieron hombres.
El libro de nuestros afanes nos lleva en ocasiones por esos lugares donde hemos enmudecido, son lugares inalcanzables con palabras, son experiencias intransferibles, ese es el límite de la palabra. No su número, sino su incapacidad.
Hablar es tremendo, hablando se crea el mundo humano. Pero somos hombres, eso es lo que hacemos los hombres.
Quien haya sido el Rey Wen, él decidió hablar. Igual Lao Tze, dice la leyenda que dictó el Tao Te King porque una pregunta merece una respuesta. La pregunta había sido ¿qué es lo que ha llegado a saber?
Tanto que uno espera antes de hablar! Pero cuando le preguntan uno empieza a hablar.
Mi hija preguntó y ahí empezó todo.
Gracias por este cuento Tegularius,
Un abrazo.
Marta
Hola Marta
ResponderEliminarEn Wen, Lao Tze y tantos otros forjadores de palabras y, más que de palabras, de explicaciones para lo que se intuye detrás de las apariencias, de los fenómenos, pensaba ayer cuando leía el cuento de Borges.
Tal como decís, "hablando se crea el mundo humano". Y las palabras que logramos articular definen y a su vez limitan y confinan, de una manera acaso mezquina, el mundo que intentamos entender. Y así, confundimos al mundo con lo que podemos definir... a Dios (y aquí Dios está utilizado como notación algebraica), con lo que nuestras palabras pueden explicar. Lo grande del I Ching es justamente que prescinde de las palabras, huye de las definiciones precisas y así, permite que cada quien, en cada situación, en cada encrucijada, encuentre, más que una salida precisa, el reflejo de una posible salida, la chispa que le permita, como a Tzinacán, intentar acercarse a ser "nadie"...
Como siempre, me gustó tu comentario y las imágenes que muestran el camino de tu búsqueda y de tus respuestas encontradas.
ResponderEliminarMe gusta leerte porque, justamente, esas imágenes permiten que uno se pueda apropiar de ellas y seguir el camino o reinterpretarlas y tomarlas como principio de un camino a descubrir.
Te mando un abrazo
Tegularius
Yo le llamo navegar. Ves que vas de puerto en puerto pero el más es mucho más inmenso y está lleno de cosas desconocidas. Monstruos, sirenas, dragones.
ResponderEliminarTambién me gusta la idea de una línea de ferrocarril, cada hexagrama es una línea de ferrocarril. Y los pasajeros suben y bajan con sus historias.
Es el libro que contiene todas las historias. Desde antes de aprender a leer me gustaban los cuentos. Por eso aprendí.
Gracias Tegularius, un abrazo!
¡Qué disfrute leer a Borges!. Y a vosotros. Tenéis un diálogo henchido de conciencia.
ResponderEliminarCuando se acaba de leer a Borges resuenan un tiempo sus giros y metáforas reverberando en las paredes conscientes mientras fluyen del inconsciente imágenes sonoras.
El cuento de los 9000…es del mejor escritor de CF dura, Arthur C. Clarke y fue publicado en “El retorno de los brujos”. En las antípodas está Bradbury, que no desmerece en absoluto, pues es un poeta de otros mundos, de la ensoñación y el anhelo de otras vidas y misterios.
La palabra tiene la impronta de la acción, uniendo el intelecto al deseo. Dijo Dios: Hágase. Y el mundo surgió de la nada. Luego materializó el Verbo hecho de Amor.
El libro de los cambios lo haces cada vez que lo abres y los signos adquieren nuevos significados con el almacén de los conocimientos adquiridos. Pero conocer es tributar tiempo, como Tzinacán que busca en cualquier lugar pues la esencia y el conocimiento está en todas partes. Sólo hay que descubrir el significado. La unión y relación de símbolos interrelaciona la naturaleza de todas las cosas que se enlazan a través del significado. Mira el cielo, las monedas, la sangre, los ruidos de la noche, las conchas o el iris. Todo tiene el conocimiento. ¿Cómo entender este lenguaje?. Gracias por vuestro diálogo.
Que lindo lo que escribís Galefod!
ResponderEliminar"Pero conocer es tributar tiempo, como Tzinacán que busca en cualquier lugar pues la esencia y el conocimiento está en todas partes. Sólo hay que descubrir el significado. La unión y relación de símbolos interrelaciona la naturaleza de todas las cosas que se enlazan a través del significado. Mira el cielo, las monedas, la sangre, los ruidos de la noche, las conchas o el iris. Todo tiene el conocimiento."
Me gustó.
Gracias
A mí también me gustó. Abrazo a ambos!
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