23 de febrero de 2013

Sobre el Tiempo Calendario

Quiero compartir algo que considero importante a tener en cuenta en el tema del Tiempo Calendario.

Sobre si los diagramas temporales están más allá de las realidades regionales en las que intenta relacionar una consulta con el tiempo calendario, es interesante algo que escribe Jordi Vilá en la Introducción de su libro "Yijing", en el apartado "Estructura del Yijing".

A propósito de las líneas (yao) que forman los hexagramas, cita un probable origen:

"...Una aproximación más sugerente podría interpretarlas como dos señales de luz y sombra: realizando una serie de marcas lineales en el suelo, y clavando una estaca perpendicular al suelo a modo de gnomon-guibian, un antiguo reloj de sol usado en China, se puede medir el paso del tiempo observando el crecer y el menguar de la sombra de la estaca sobre las señales.


Nota del autor: el carácter gui representa tierra amontonada; sobre este montón de tierra se clavaba una estaca (biao) que permitía calcular el paso del tiempo, por lo que el carácter que traducimos como "trigrama" (gua 卦) significaría originariamente predecir (bu) los ritmos diurnos y estacionales mediante el reloj de sol (gui)."

Esto con respecto a las líneas y su estrecha relación con la predicción del tiempo para las labores agrarias se corrobora con la asociación que, en otra parte del texto, se hace de los trigramas y las estaciones y las horas del día, sobre todo en el diagrama del Cielo Posterior o del Rey Wen.

Así mismo, en los comentarios de Wilhelm, seguramente basados en antiguos comentarios chinos, de algunos hexagramas, se produce una asociación de éstos con los meses del año, a saber:

11. T'ai-La Paz (Febrero-Marzo)
34. Ta Chuang-El Poder de lo Grande (Marzo-Abril)
43. Kuai-El Desbordamiento (Abril-Mayo)
1. Ch'ien-Lo Creativo (Mayo-Junio)
44. Kou-El ir al Encuentro (Junio-Julio)
33. Tun-La Retirada (Julio-Agosto)
12. P'i-El Estancamiento (Agosto-Septiembre)
20. Kuan-La Contemplación (Septiembre-Octubre)
23. Po-La Desintegración (Octubre-Noviembre)
2. K'un-Lo Receptivo (Noviembre-Diciembre)
24. Fu-El Retorno (Diciembre-Enero)
19. Lin-El Acercamiento (Enero-Febrero)


Estos hexagramas tienen en común que tienen todas sus líneas constitutivas ordenadas de tal manera que las "firmes" o enteras están todas juntas (en la parte superior o inferior del hexagrama) y lo mismo sucede con las "blandas" o partidas. De esta manera los hexagramas ordenados muestran el crecimiento y decrecimiento, a lo largo del año, de las lineas Yang o, lo que es lo mismo, de la cantidad de luz.

Creo que no escapa a nadie que este ordenamiento, así como lo citado anteriormente sobre el posible origen del nombre de lo que llamamos trigrama, está estrechamente ligado al tiempo calendario y necesariamente a una realidad regional específica y puntual, en la que los hemisferios juegan un papel decisivo.
En fin, lo pongo a consideración y discusión de los que quieran participar en este tema que, considero, es muy interesante.

20 de febrero de 2013

Acerca del nombre





El Libro de las Mutaciones, como me gusta llamarlo, no es un libro fácil de abordar, para nada. Es difícil y esquivo... incontrastable e incierto, como todo lenguaje simbólico, sobre todo si intentamos abordarlo solamente desde lo racional, desde lo causal que, por otra parte, es nuestro abordaje cotidiano a casi todo lo que se nos presenta. Lo racional hace su aparición para tamizar, dividir, clasificar y, de alguna manera, simplificar nuestra visión del mundo y darnos una ilusoria tranquilidad que surge de ese precario orden que establecimos. Aunque, claro está, la razón no siempre es la herramienta más eficaz para explicar un mundo cargado de procesos que están más cerca de la magia que de las explicaciones de los físicos y los matemáticos. Al menos así se me presenta.

Una vez nos ponemos en contacto con el libro por primera vez, ya sea por haber leído en otro libro alguna referencia, por comentarios, etc. y si, como en mi caso, lo recibido te atrapa de alguna manera, nos ponemos a buscar información y ya el nombre nos genera confusiones iniciales debido a las diferentes maneras en que lo encontramos nombrado. Así podemos verlo escrito como I Ching o Chou I, si se utiliza la transliteración clásica de Wade-Giles o Yijing y Zhouyi, si utilizan la transliteración Pinyin, más moderna.

Con el nombre de Chou I o Zhouyi, se designa al texto original que contiene los 64 hexagramas y sus sentencias, tanto las del hexagrama como las de las líneas individuales.

Con el nombre de I Ching o Yijing se designa a la obra que compendia el texto original de los 64 hexagramas y los textos de las denominadas Diez Alas, apéndices posteriores de diversas épocas que fueran agregadas como material indispensable para aportar claridad al texto original.

I Ching, o Yijing, puede traducirse como Clásico del Cambio o Clásico de las Mutaciones. 
Uno de los significados de Ching (o jing), el segundo de lo términos,  es clásico y, más precisamente, se utiliza para nombrar a los libros clásicos confucianos. También es traducido como "entramado", como las hebras de un hilo entrelazadas para formar un tejido más complejo. En la medicina china, jing designa los pasajes de energía vital llamados "meridianos". Estos forman un "entramado" de energía. 
El primer término, I (yi) es normalmente traducido como cambio, transformación o mutación y los autores Ritsema y Karcher, en su traducción (I Ching, El Clásico Oráculo Chino, Javier Vergara Editor), también lo traducen como "versatilidad"

"El término I pone énfasis en la imaginación, la sinceridad y la fluidez y el estar abierto. Sugiere la capacidad de cambiar de rumbo con celeridad y el uso de diversas posturas imaginativas para reflejar la variedad del ser... la capacidad de dejarse alcanzar y mover por las imprevisibles exigencias del tiempo, el destino y la psiquis. Esta palabra entreteje el I del cosmos, el I del libro y el tuyo propio, si lo utilizas."

Como podemos ver, las imágenes son las que controlan la situación y nos vemos envueltos en un sin fin de asociaciones que nos sugieren significados con los que trabajar. Ya en el nombre el I nos muestra su "magia". Nos dice que es el clásico que revela las mutaciones de todo lo que es, nos enseña la versatilidad necesaria para moverse en el complejo entramado del mundo del que somos parte. 
Si tomamos la analogía con los meridianos de energía, podemos decir que cuando la energía deja de circular por los meridianos, surgen los bloqueos y, si persiste, llega la enfermedad. Frente a un bloqueo, la energía toma otros caminos, mientras pueda, pero no todos los caminos son iguales. Necesitamos recurrir a la acupuntura u otra técnica para desbloquear el paso de esa energía y así restaurar su tránsito armonioso. El I Ching se propone casi como un médico chino que nos asiste frente a los bloqueos que se nos presentan en la vida cotidiana. En las ocasiones en que nos paralizan los problemas, las tribulaciones, el I Ching dice poder mostrarnos el camino o los caminos para salir de ellas. Claro que la solución no es exógena y requiere nuestro concurso, hace falta nuestra versatilidad, nuestra capacidad para cambiar de rumbo o de idea de manera de poder fluir con la corriente de energía que requiere el entramado energético del mundo en cada momento. Requiere que podamos "leer" en esos símbolos que es lo que debemos hacer y solo nosotros tenemos la clave para descifrarlos.
Me gusta la traducción de Ritsema y Karcher por que creo que "versatilidad" es una buena aproximación a la disposición necesaria para entender el lenguaje, muchas veces oscuro, de las sentencias. Trabajar con lo que nos sugieren los términos "versatilidad", "entramado", "meridianos energéticos", "mutación", "cambio", etc. nos dará una idea aproximada a lo que el nombre del libro intenta describir pero que, como siempre, las palabras no pueden definir con precisión.


18 de febrero de 2013

El I Ching y el hombre de los papeles



Cuento de Guillermo Martínez


El hombre despierta en un sobresalto, con la espalda entumecida. Se ha quedado dormido en la silla y tarda un instante en recordar dónde está, pero es la segunda noche, y también la sala con la hilera de camas y las cabecitas conectadas a las sondas empieza a resultarle familiar. Hay un olor pesado a desinfectante y agua de colonia, y desde lo alto llega el sigiloso zumbido de aletas del ventilador. Una de sus piernas está acalambrada y al refregarse los ojos siente en la palma el roce áspero de la barba crecida. Trata de recordar la pesadilla que lo sobresaltó pero el último vestigio no se deja alcanzar y piensa que quizá es mejor así. Se pone de pie y se inclina en la oscuridad sobre la primera de las camas. Nada ha cambiado. La sábana amortaja hasta el cuello el cuerpo breve y delgado, una mata de pelo rubio se pega a la cara transpirada y la cabeza se mantiene quieta, en el mismo ángulo algo forzado, como si estuviese tironeada cruelmente hacia arriba por la sonda que sale de la nariz. Alguien repuso durante la noche la botella de suero y también el pañuelo húmedo sobre la frente. El, que había escuchado hasta dormirse el llanto desgarrante de la nenita en la tercera de las camas y luego entre sueños el fuerte ronquido asmático, como un nadador a punto de ahogarse, del chico del pulmotor, se pregunta por las diferentes estrategias del cuerpo contra la muerte y si el sopor profundo de su hija, esa quietud impenetrable, sería todavía una forma de resistencia ensimismada o el signo del abandono final.

Escucha pasos por el corredor y mira la hora: su esposa viene a reemplazarlo. La puerta se abre y el abanico de luz le deja ver por un instante las otras camas. La tercera, la cama de la otra nenita, está ahora vacía. Piensa que es peligroso dormirse: hay durante la noche desapariciones silenciosas, sustituciones imprevisibles. Siente la mano de su mujer en el hombro y el roce rápido de sus labios en la mejilla. Se quedan de pie como dos extraños, inmóviles, mirando un espectáculo también inmóvil y extraño.

–Nada, ¿no? –dice ella. Extiende el brazo y comprueba con la palma el pañuelo sobre la frente–. Hay que cambiarlo otra vez.

Sale de la habitación y él escucha a través del corredor el ruido de la canilla que se abre en la cocinita donde dormitan las enfermeras. Cuando ella vuelve y toca la frente él ve en sus ojos agrandados por el miedo lo que todavía ninguno de los dos ha dicho.

–¿Cuándo va a pasar otra vez el doctor?

–En dos horas.

–¿Dijo algo más?

Él niega con la cabeza.

–Sólo que hay que esperar.

–Algo salió mal, ¿no es cierto? Tendría que haber salido del quirófano en media hora. Eso es lo que nos habían dicho. Tal vez no era una apendicitis, tal vez hubo una complicación.

–Yo le pregunté y me dijo que no, pero a la noche vino a verla con otro médico. Dijeron que había que esperar otras veinticuatro horas.

–¿Vas a ir a dormir antes de dar tu clase?

–Voy a tratar de acostarme un rato, sí.

–¿Te vas a acordar de buscar el I Ching?

La voz suena con un tono angustiado de imploración, y él ve en sus ojos la misma mirada desvalida, como el brazo en alto de un náufrago, de cuando habían perdido el primer hijo, como si todo se hundiera a su alrededor y ya no le importara lo que él pudiera pensar. Le dice que revisó una por una todas las cajas pero que volverá a buscarlo.

–Y las monedas –dice ella–, no te olvides de las monedas. Tienen que tener una imagen masculina y una femenina. Yo usaba las inglesas de un cuarto, con el león y la reina. Deben estar en la alcancía roja, en la colección de ella.

El hombre asiente y se inclina para besarla. Ella lo abraza imprevistamente y rompe a llorar, un llanto quebrado con espasmos y un quejido ronco y desesperado. El siente que las lágrimas de ella le humedecen la cara y el cuello. Hace mucho tiempo que no se abrazan.

Ella se separa, vuelve a mirarlo y le endereza con un gesto automático el cuello de la camisa.

–¿Te vas a acordar?

El hombre hace girar la llave y entra en la casa. Hay un olor levemente distinto, el olor de una casa abandonada. Escucha un rasqueteo de uñas contra la puerta del patio y ve asomar en el vidrio el hocico húmedo de su perro. Su mujer le ha dejado en la cocina unas tostadas y jugo de naranja. El hombre abre la puerta del patio y comparte con el perro una de las tostadas. Todavía no amaneció. Avanza a tientas en la penumbra de un pasillo, entra en el cuarto de su hija y enciende una de las lámparas. Su mujer, advierte, estuvo durante el día allí. Todo está ordenado, como si ella hubiera alzado y tocado cada juguete antes de devolverlos a los estantes, y la cama de donde habían arrancado a su hija en la mitad de la noche está ahora otra vez tendida, con el cobertor de Winnie The Pooh prolijamente estirado. Ve sobre la mesa de luz una foto de él y su mujer juntos, sonrientes, muy quemados por el sol, tumbados en la arena, una foto que su hija sacó durante un verano en el mar, cuando sólo tenía cuatro o cinco años. Encuentra la alcancía dentro de un baúl de juguetes, un buzón rojo de lata que él le trajo de uno de sus viajes. La da vuelta sobre la cama y en el tesoro de monedas de todos los países separa los tres cuartos y los guarda en su bolsillo. Apaga la luz y sube las escaleras hacia su estudio.

Sembradas en el piso, con las tapas levantadas, tal como las había dejado la noche anterior, están las decenas de cajas con libros de la mudanza que habían llegado por barco. Esta casa no tenía bibliotecas; había al principio siempre alguna otra cosa más urgente para resolver, y desde hacía un tiempo habían dejado de pensar en eso, como si los dos supieran que ya no importaba, porque de todos modos él se iba a ir.

El hombre se pone en cuclillas, abre la primera caja y saca en altas pilas los libros hasta vaciarla. Trata de calcular mentalmente el espacio que ocuparán los libros en el cuarto. Está decidido a revisar todas las cajas otra vez. El libro que busca es negro, muy grueso, con el título escrito en caracteres chinos y el lomo descosido en uno de los extremos. Está seguro de que no pudo habérsele pasado por alto. Probablemente estuviera en una de las cajas que nunca habían llegado. La recuerda a ella sobre el libro, en los primeros años del matrimonio, cuando no podía dormirse por las noches. Recuerda sobre todo el ligero redoble de monedas, despertarse en la oscuridad con su costado de la cama frío, bajar la escalera guiado por ese ruido en rítmicas cascadas y encontrarla en salto de cama con el pelo suelto, el I Ching abierto en la mesa de la cocina y un papel doblado en dos al costado, con sucesiones interminables de rayitas que parecían un pedido repetido de auxilio en un extraño código Morse. La recuerda hablándole largamente, mientras él prepara un café, del hombre del Samurai rojo, de los ejércitos en retirada, de la mujer virtuosa y la mujer anciana, del duque de Chou, del cuidado de la vaca, de la mordedura tajante y las lágrimas de sangre que se derraman. Recuerda las mil pequeñas burlas que él le hacía y la respuesta que a veces ella le daba, con una sonrisa imperturbable, como una carta de triunfo permanente: el I Ching le había predicho que llegaría él a su vida, el hombre de los papeles. Así lo llamaba ella todavía a veces en un arrebato de ternura: mi hombre de los papeles.

El hombre abre la segunda caja y un borde de sol entra por la ventana, como una mano inesperadamente tibia sobre la cara. Un fuerte dolor le sube desde la cintura por la espalda. Se echa hacia atrás por un instante, hasta estirar enteramente el cuerpo sobre el piso de parquet y mira con los ojos entornados el cono de polvo movedizo y brillante suspendido en la luz del sol. Se duerme profundamente, sin escuchar que su perro sube con sigilo la escalera, quebrando una regla, y se ovilla a su lado.

Suena el teléfono en la planta baja. Una, dos veces. El hombre se despierta y logra llegar al pie de la escalera antes de que se accione el contestador automático.

–Pensé que podías quedarte dormido –dice su mujer; la voz le llega con ruidos detrás, como si estuviera en un teléfono público–. ¿A qué hora tenías tu clase?

El hombre mira su reloj.

–Todavía tengo tiempo de ducharme. ¿Alguna novedad?

–Acaban de llevarla a Rayos y el médico encargó otros análisis. Dijo que hay que esperar a que pase el día, pero no quiso decirme qué harían si no reacciona –su voz parece quebrarse y luego, como si se esforzara por recomponerse, le pregunta si irá al hospital directamente después de la clase.

–Sí, claro que sí.

–No te olvides entonces de llevar el I Ching con tus libros a la facultad.

Ella siempre le recordaba las cosas que debía hacer. El no creía tener la mala memoria que a ella le gustaba atribuirle, pero había sido al principio casi un juego entre los dos y sabía que ahora era quizá la única forma en que ella aún podía conectarse con él en las épocas más tormentosas. Su memoria tenía en todo caso un elemento errático, pero también algunos recuerdos duros e inamovibles. Podía recordar cada noche de la agonía de su hijo, podía recordarla a ella, todavía muy joven, murmurando para sí mientras arrojaba las monedas, atrapada en el tintineo hipnótico, tratando fanáticamente de arrancar al libro una respuesta distinta. Podía recordar el día, después del entierro, en que desapareció el I Ching de la repisa del comedor, sin que él se atreviera a preguntarle nada, y también el día en que ella empezó a tomar las pastillas con las que ahora dormía toda la noche.

El hombre abre la canilla de la ducha y se desviste rápidamente. Tiene un cuerpo largo y musculoso, que conserva intacto desde la época en que integraba el equipo universitario de natación. Todavía ahora puede nadar, sin sentir el esfuerzo, los cien largos de espalda que eran su rutina diaria. En ese pacto secreto con su cuerpo la parte que presiente que él cumplió es no haberle prestado nunca mucha atención. Sale del baño y se echa encima una camisa de manga corta, vuelve a mirar su reloj y decide que no tiene tiempo para afeitarse. Sube una vez más a su estudio, recoge un libro de Estadística y unas hojas de apuntes y arrastra del cuello a su perro escaleras abajo para sacarlo otra vez al patio. Se asegura de que tiene todavía en el bolsillo las tres monedas y busca sobre la mesa de la entrada las llaves del auto. Arranca en dirección a la Universidad, pero se desvía en una de las avenidas y estaciona frente a una librería. El empleado que lo atiende lo escucha hasta el final y mueve en una lenta negación la cabeza. Solamente tienen una edición resumida del I Ching. El libro grueso de tapas negras con prólogo de Jung que él menciona está agotado desde hace mucho tiempo, no cree que pueda conseguirlo en ninguna librería de la ciudad. El hombre camina de regreso al auto. Mira su reloj y acelera en la avenida un poco más allá del límite de velocidad. Cuando entra en el aula sus alumnos ya están sentados y escucha un pequeño murmullo de resignación. Nunca antes había llegado tarde, y posiblemente, piensa, todos creían que ya no iría. El hombre cruza el aula con sus pasos largos, se sube a la tarima y empieza a hablar de patologías médicas, de enfermedades extrañas, de monstruosidades. ¿Nunca les llamó la atención, pregunta, que los primeros ejemplos siempre se hayan descripto en China? ¿Serán acaso los chinos más proclives a las aberraciones, a lo monstruoso? ¿O será simplemente que son muchos? ¿Qué es finalmente una enfermedad rara? Una enfermedad de la que se manifiesta un caso entre diez millones, digamos. Pero los chinos son más de mil millones; una enfermedad rara en un país cualquiera ya no es tan rara en China. Pensemos ahora, dice el hombre, en los sueños premonitorios. Todos hemos soñado alguna noche que un familiar cercano muere, podemos suponer que cada persona tiene al menos una vez en su vida un sueño así.

Se detiene, como si hubiera perdido el hilo; acaba de recordar, en su claridad devastadora, la pesadilla que tuvo en el hospital a la madrugada. Se da vuelta contra el pizarrón por un instante, finge que busca una tiza y vuelve a girar para enfrentar la clase. Lo que no es tan frecuente, dice, es que al día siguiente el familiar, efectivamente, muera. Pero de nuevo, ¿qué significa “no tan frecuente”? Nuestro familiar cercano, como todo ser humano, debe morir algún día.

El hombre escribe en el pizarrón un número de cinco cifras. Este es el número en días de la vida máxima de una persona. Nuestro familiar puede morir en uno cualquiera de estos días. El sueño premonitorio ocurre también una noche cualquiera, en otro cualquiera de estos días. Pero entonces la probabilidad de que el sueño premonitorio se concrete es la probabilidad de que coincidan estos dos sucesos independientes: la noche del sueño con el día de la muerte. Y este número sabemos calcularlo.

El hombre escribe una ecuación, se detiene un instante en el signo de igualdad, como si estuviera haciendo una larga cuenta mentalmente, y anota un segundo número de casi el doble de longitud. Es un número grande, pero no tan grande, dice. En Tokio, en Buenos Aires, en Nueva York, rutinariamente, cada noche alguien mata a un ser querido en sus sueños. Por supuesto esa persona quedará absolutamente impresionada y no la convenceremos con esta cuenta, no la convenceremos con ningún razonamiento, de que no hubo nada misterioso, ninguna premonición, sino apenas la verificación trivial de una estadística, casi tan fatal como que haya un ganador en cada jugada de la lotería.

Borra el pizarrón con un modo enérgico y de a poco, con el mismo tono algo indiferente e irónico, demuele en su lección de estadística las martingalas, la astrología, el tarot. Sus alumnos apenas hubieran podido notar la diferencia con otro día cualquiera de clases. Está sólo un poco más abstraído que de costumbre y no ha intentado todavía ninguno de sus chistes suaves, casi secretos. Hace el primer intervalo pero no se aparta del escritorio mientras el aula se vacía lentamente. Una de sus alumnas de las primeras filas se acerca con una sonrisa dubitativa.

–Pero todo lo que usted dijo y la ley de los grandes números no se aplica al I Ching, ¿no es cierto? El I Ching predice acontecimientos del futuro... es otro plano, no puede reducirse a una tirada de dados.

Cada cuatrimestre, cuando llega a esta clase sobre el azar, hay alguien que se le acerca con este mismo aire alarmado, como si él hubiera desafiado una fe íntima, mucho más protegida que cualquier religión. Casi siempre es la astrología y tiene que escuchar defensas candorosas y encendidas y largas explicaciones sobre coordenadas astronómicas y casas astrales. Otras veces es el tarot. En general no puede hacer nada para que entiendan que sí, lo lamento mucho, es todo lo mismo, la ciega indeterminación de las cosas. Pero nadie hasta ahora había mencionado el I Ching.

–¿Tu libro nunca falla? –pregunta el hombre y su alumna no parece advertir el rastro de ironía.

–Nunca –dice con seriedad–. Todo lo que me predijo siempre se cumplió. Pero sólo hay que consultarlo para las cosas verdaderamente importantes.

–Tal vez tengas un ejemplar milagroso.

–No me cree, ¿no es cierto? –dice la chica, dolida.

El hombre la mira. La chica tiene una mirada clara, despejada, y hay en su cara algo radiante y terriblemente joven, como si no hubiera sido todavía expuesta a la vida. Se da cuenta de que sí, de que esta única vez, quisiera creer.

–El ejemplar milagroso –se escucha decir–es como la moneda milagrosa, un caso bien estudiado en la estadística. Imaginá por un momento que todos los habitantes de esta ciudad arrojen al aire una moneda veinte veces seguidas. Es perfectamente posible que la moneda de uno, de uno entre todos, caiga del mismo lado las veinte veces. Veinte caras seguidas. Ese hombre creerá que su moneda es milagrosa, pero por supuesto, no es nada intrínseco de la moneda, no es más que una de las configuraciones posibles del azar. Imaginate del mismo modo ahora a todas las personas que tienen un ejemplar del I Ching. Imaginá que después de cada consulta los que fueron defraudados por el oráculo abandonen el libro y sólo sigan consultando aquellos a los que el oráculo acertó en la predicción. Digamos, una mitad. Y luego de la segunda consulta, la mitad de la mitad, y así sucesivamente. Aun si el I Ching es tan ciego como una moneda, en una ciudad grande es perfectamente posible que exista un ejemplar que nunca se equivoque. Quizá ése sea el ejemplar tuyo. ¿Cómo es la edición? –pregunta el hombre de pronto.

–¿La edición? Pero eso no tiene nada que ver, ¿no es cierto? Es una edición común, de tapas negras.

–¿Con unas letras chinas doradas?

–Sí, es ésa.

–¿Podría pedírtelo prestado? Sólo por hoy.

–¿Hoy? Pero el libro está en mi casa.

–Lo preciso hoy, sí; podría acercarte después de la clase.

Por la cara de la chica cruza una expresión de desconcierto y algo de alarma, como si tuviera que reacomodarse a otra conversación o empezara a preguntarse si debe entender algo más detrás de sus palabras. Pero vacila todavía, seguramente porque no ve en la expresión de él los otros indicios, una media sonrisa, un cambio en el tono, una segunda intención en la mirada, que le permita estar segura de cuál es el verdadero ofrecimiento. Se pasa una mano nerviosa por el pelo, y sonríe débilmente.

–Pero usted no cree en el I Ching, ¿no es cierto? –La sonrisa se acentúa con un destello de frivolidad. O quizá fuera la manera de animarlo a cruzar ese límite invisible, para estar segura de qué era exactamente lo que estaba por aceptar o rechazar. El hombre hace un gesto cansado.

–No, en general no; pero no es para mí. Es... –Se detiene, como si hubiera elegido un camino equivocado–. Es largo de explicar –dice–. Pero es una consulta importante, como dijiste antes. Me gustaría que fuera con tu ejemplar. ¿Puedo pedirte ese pequeño favor? Te lo devolvería mañana mismo.

–Claro, claro que sí –dice la chica y retrocede confundida a su banco.

–Gracias –dice el hombre–; nos encontramos entonces después de la clase.

La casa de su alumna está en el nuevo barrio estudiantil, detrás del parque. Durante el breve trayecto apenas conversan. El se entera del nombre de la chica. La chica se entera de que tiene una hija por los juguetes en el asiento de atrás. Cuando estaciona frente a uno de los monoblocks ella le ofrece tímidamente que baje, y ahora él, desde la puerta, mientras ella se disculpa por el desorden y busca el libro en una biblioteca de caña, siente que vuelve por un instante a su propio pasado estudiantil, a su propio cuarto caótico, y que podría saberlo todo sobre ella si sólo dejara fijar la mirada en cada detalle. La chica regresa con el libro y se lo extiende. El pasa un dedo por los caracteres dorados de la tapa y siente el peso al girarlo para mirar el lomo. Se da cuenta de que es la primera vez que tiene el libro en sus manos.

–Es la edición común –dice ella, como si fuera algo de lo que ya le había advertido antes, pero aun así temiera que el libro lo decepcionara.

–Es absolutamente perfecto –dice el hombre–: el ejemplar milagroso es un ejemplar común de la edición común.

El hombre sube las escalinatas del hospital; en cada peldaño impar las monedas suenan en su bolsillo. Cruza un patio y busca en el laberinto de pabellones la sala de su hija. Una enfermera que conoce lo intercepta en el pasillo antes de que abra la puerta y le pone una mano sobre el brazo. Su hija, le dice, fue llevada al quirófano: van a operarla por segunda vez, su esposa lo está esperando allí. El hombre camina hasta el final de una galería y sube otro tramo de escalones, unos escalones desgastados de mármol, con los bordes dentados, que desembocan en la salita de espera. Su esposa se levanta de su silla y lo abraza. Al separarse él ve en su cara las huellas de las lágrimas.

–Acaba de entrar –le dice–. Está detrás de esa puerta. No saben qué tiene. La van a operar otra vez pero no pudieron decirme qué tiene –Fija la mirada extraviada en el libro que el hombre aún tiene en su mano y cuando él se lo extiende lo lleva por un momento contra el pecho–. Lo encontraste, entonces.

–No es el tuyo –dice el hombre-. Volví a buscarlo y no estaba. Es uno que me prestaron.

–¿Y las monedas? ¿Te acordaste de las monedas?

Están solos en la sala de espera. El hombre saca del bolsillo las tres monedas y se las alcanza. La mujer se refugia con el libro en el primero de los escalones. El se da vuelta hacia la hilera de sillas vacías: no quiere verla así, inclinada otra vez sobre el libro como si fuera un dios oscuro y terrible, como si el pasado, intacto, retornara. Pero su hijo y su hija, piensa, son sucesos independientes. Escucha el repiqueteo de las monedas arrojadas sobre el mármol. Una, dos, tres veces. Cuatro. Cinco. Seis. Las seis tiradas que determinan el número del hexagrama. Alza la cabeza sin poder evitarlo y mira, aterrado, la mano que abre el libro infalible en una de las páginas.

Publicado en La Nación el Domingo 27 de enero de 2008

17 de febrero de 2013

Prólogo de C. G. Jung al I Ching





Puesto que no soy sinólogo, una presentación del Libro de las Mutaciones escrita por mí habrá de constituir un testimonio de mi experiencia personal con este libro grande y singular. Se me brinda así, además, una grata oportunidad para rendir homenaje una vez más a la memoria de mi desaparecido amigo Richard Wilhelm. Él mismo tenía honda consciencia de la importancia cultural de su traducción del I Ching, versión sin igual en Occidente.
Si el significado del Libro de las Mutaciones fuese fácil de aprehender, la obra no requeriría de ningún prólogo. Pero sin lugar a dudas no es este el caso, ya que hay tantas cosas que se presentan oscuras en torno de él, que los estudiosos occidentales tendieron a desecharlo, considerándolo un conjunto de “fórmulas mágicas” o bien demasiado abstrusas como para ser inteligibles, o bien carentes de todo valor. La traducción de Legge del I Ching, única versión disponible hasta ahora en inglés, contribuyó poco para hacer accesible la obra a la mentalidad occidental. Wilhelm, en cambio, hizo el máximo esfuerzo para allanar el camino hacia la comprensión del texto. Estaba en condiciones de hacerlo, dado que él mismo había aprendido la filosofía y el uso del I Ching con el venerable sabio Lao Nai Hsüan; además, durante un período de muchos años había puesto en práctica la singular técnica del oráculo. Su captación del significado viviente del texto otorga a su versión del I Ching una profundidad de perspectiva que nunca podría provenir de un conocimiento puramente académico de la filosofía china.
Le estoy muy agradecido a Wilhelm por la luz que él aportó a la comprensión del complicado problema del I Ching, y así mismo por facilitar una profunda introvisión en lo que respecta a su aplicación práctica. A lo largo de más de treinta años me he interesado por esta técnica oracular o método de exploración del inconsciente, ya que me parecía de insólita significación. Ya estaba bastante familiarizado con el I Ching cuando por primera vez me encontré con Wilhelm a comienzos de la década del veinte; me confirmó entonces lo que yo ya sabía y me enseñó muchas cosas más. 
No conozco el idioma chino ni he estado nunca en China. Puedo asegurar al lector que no es en modo alguno fácil hallar la correcta vía de acceso a este monumento del pensamiento chino, que se aparta de manera tan completa de nuestros modos de pensar. A fin de entender qué significa semejante libro es imperioso dejar de lado ciertos prejuicios de la mente occidental. Es un hecho curioso que un pueblo tan bien dotado e inteligente como el chino no ha desarrollado nunca lo que nosotros llamamos ciencia.  Pero sucede que nuestra ciencia se basa sobre el principio de causalidad, y se considera que la causalidad es una verdad axiomática.  No obstante, se está produciendo un gran cambio en nuestro punto de vista. Lo que no consiguió la Crítica de la razón pura de Kant lo está logrando la física moderna. Los axiomas de la causalidad se están conmoviendo hasta sus cimientos: sabemos ahora que lo que llamamos leyes naturales son verdades meramente estadísticas que deben por lo tanto, necesariamente, dejar margen a las excepciones. Todavía no hemos tomado lo bastante en cuenta el hecho de que necesitamos del laboratorio, con sus incisivas restricciones, a fin de demostrar la invariable validez de las leyes naturales. Si dejamos las cosas a merced de la naturaleza, vemos un cuadro muy diferente: cada proceso se ve interferido en forma parcial o total por el azar, hasta el punto que, en circunstancias naturales, una secuencia de hechos que se ajuste de manera absoluta a leyes específicas constituye casi una excepción.
La mente china, tal como yo la veo obrar en el I Ching, parece preocuparse exclusivamente por el aspecto casual de los acontecimientos. Lo que nosotros llamamos coincidencia parece constituir el interés principal de esta mente peculiar, y aquello que reverenciamos como causalidad casi no se toma en cuenta. Hemos de admitir que hay bastante que decir sobre la inmensa importancia del azar. Un incalculable caudal de esfuerzos humanos está orientado a combatir y restringir los perjuicios o peligros que entraña el azar. Las consideraciones teóricas sobre causa y efecto a menudo resultan desvaídas e imprecisas en comparación con los resultados prácticos del azar. Está muy bien decir que el cristal de cuarzo es un prisma hexagonal. La afirmación es correcta en la medida en que se tenga en
cuenta un cristal ideal. Sin embargo, en la naturaleza no se encuentran dos cristales exactamente iguales, pese a que todos son inequívocamente hexagonales. La forma real, empero, parece interesar más al sabio chino que la forma ideal. La abigarrada trama de leyes naturales que constituyen la realidad empírica posee para él mayor significación que una explicación causal de los hechos, los que por otra parte deben usualmente ser separados unos de otros a fin de tratarlos en forma adecuada.
La manera en que el I Ching tiende a contemplar la realidad parece desaprobar nuestros procedimientos causalistas. El momento concretamente observado se presenta a la antigua visión china más bien como un acaecimiento fortuito que como el resultado claramente definido de procesos en cadena concurrentes y causales. La cuestión que interesa parece ser la configuración formada por los hechos casuales en el momento de la observación, y de ningún modo las razones hipotéticas que aparentemente justifican la coincidencia. En tanto que, cuidadosamente, la mente occidental tamiza, pesa, selecciona, clasifica, separa, la representación china del momento lo abarca todo, hasta el más minúsculo y absurdo detalle, porque todos los ingredientes componen el momento observado.
Ocurre así que cuando se arrojan las tres monedas o se cuentan los cuarenta y nueve tallos, estos pormenores casuales entran en la representación del momento de la observación y constituyen una parte de él, una parte que, aunque sea insignificante para nosotros, es sumamente significativa para la mentalidad china. Para nosotros sería un aserto banal y casi exento de sentido (por lo menos a primera vista) decir que todo lo que ocurre en un momento dado posee inevitablemente la cualidad peculiar de ese momento. Esto no constituye un argumento abstracto, sino un argumento realmente práctico. Existen conocedores capaces de determinar sólo por el aspecto, el gusto y el comportamiento de un vino, el año de su origen y la ubicación del viñedo. Existen anticuarios capaces de indicar con exactitud casi pasmosa la fecha, el lugar de origen y el creador de un objet d’art o de un mueble, sólo con mirarlo. Y hasta existen astrólogos que pueden decirnos, sin ningún conocimiento previo de nuestro natalicio, cuál
era la posición del sol y de la luna y qué signo del zodíaco ascendía sobre el horizonte en el momento de nuestro nacimiento. Frente a tales hechos es preciso admitir que los momentos pueden dejar huellas perdurables.
En otras palabras, quienquiera haya inventado el I Ching, estaba convencido de que el hexagrama obtenido en un momento determinado coincidía con éste en su índole cualitativa, no menos que en la temporal. Para él el hexagrama era el exponente del momento en que se lo extraía –más aún de lo que podrían serlo las horas señaladas por el reloj o las divisiones del calendario- por cuanto se entendía que el hexagrama era un indicador de la situación esencial que prevalecía en el momento en que se originaba.
Este supuesto implica cierto curioso principio al que he denominado sincronicidad, un concepto que configura un punto de vista diametralmente opuesto al de causalidad. Dado que esta última es una verdad meramente estadística y no absoluta, constituye una suerte de hipótesis de trabajo acerca de la forma en que los hechos se desarrollan uno a partir de otro, en tanto que la sincronicidad considera que la coincidencia de los hechos en el espacio y en el tiempo significa algo más que el mero azar, vale decir, una peculiar interdependencia de hechos objetivos, tanto entre sí, como entre ellos y los estados subjetivos (psíquicos) del observador o los observadores.
La antigua mentalidad china contempla el cosmos de un modo comparable al del físico moderno, quien no puede negar que su modelo del mundo es una estructura decididamente psicofísica. El hecho microfísico incluye al observador exactamente como la realidad subyacente del I Ching comprende las condiciones subjetivas, es decir psíquicas, de la totalidad de la situación del momento. Exactamente como la causalidad describe la secuencia de los hechos, para la mentalidad china la sincronicidad trata de la coincidencia de los hechos. El punto de vista causal nos relata una dramática historia sobre la manera en que D llegó a la existencia: se originó en C, que existía antes que D, y C a su vez tuvo un padre, B, etc. Por su parte, el punto de vista sincronístico trata de producir una representación igualmente significativa de la coincidencia. ¿Cómo es que A’, B’, C’, D’, etc., aparecen todos en el mismo momento y en el mismo lugar? Ello ocurre antes que nada porque los hechos físicos A’ y B’ son de la misma índole que los hechos psíquicos C’ y D’, y además porque todos son exponentes de una única e idéntica situación momentánea. Se da por supuesto que la situación constituye una figura legible o comprensible. 
Ahora bien, los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching son el instrumento mediante el cual puede determinarse el significado de sesenta y cuatro situaciones diferentes, y por otra parte típicas. Estas interpretaciones equivalen a explicaciones causales. La conexión causal es estadísticamente necesaria y puede por lo tanto ser sometida al experimento.  Como las situaciones son únicas y no pueden repetirse, parece imposible experimentar con la sincronicidad en condiciones corrientes. En el I Ching, el único criterio de validez de la sincronicidad es la opinión del observador según la cual el texto del hexagrama equivale a una versión fiel de su estado psíquico. Se supone que la caída de las monedas o el resultado de la división del manojo de tallos de milenrama es lo que necesariamente debe ser en una “situación” dada, puesto que cualquier cosa que ocurra en ese momento pertenece a éste como parte indispensable del cuadro. Si se arroja al suelo un puñado de fósforos, ellos forman la figura prototípica característica de ese momento. Pero una verdad tan obvia como ésta sólo revela su carácter significativo si es posible leer la figura prototípica y verificar su interpretación, en parte mediante el conocimiento que el observador tiene de la situación subjetiva y objetiva, y en parte a través del carácter de los hechos ulteriores. Obviamente este no es un procedimiento capaz de hallar eco en una mente crítica, habituada a la verificación experimental de los hechos o a la evidencia fáctica. Pero para alguien que se complace en contemplar el mundo desde el ángulo en que lo veía la antigua China, el I Ching puede ofrecer cierto atractivo. 
Por supuesto, la argumentación que acabo de exponer jamás halló cabida en una mente china. Por el contrario, conforme a la antigua tradición, se trata de “agentes espirituales” que actuando de un modo misterioso hacen que los tallos de milenrama den una respuesta significativa. Estas potencias constituyen, por así decirlo, el alma viviente del libro. Éste es, así, una suerte de ente animado, y en consecuencia la tradición llega a afirmar sin más que uno puede hacerle preguntas al I Ching y aguardar respuestas inteligentes. Se me ocurrió, por lo tanto, que al lector no iniciado podría interesarle ver al I Ching operando. Con ese propósito realicé un experimento acorde con la concepción china: en cierto modo personifiqué al libro, solicitando su criterio sobre su situación actual, o sea sobre mi intención de presentarlo a la mentalidad de Occidente. 
Si bien este procedimiento encuadra perfectamente en las premisas de la filosofía taoísta, a nosotros se nos antoja por demás extravagante. Sin embargo, a mí nunca me ha escandalizado ni siquiera lo insólito de los delirios demenciales o de las supersticiones primitivas. Siempre he tratado de mantenerme desprejuiciado y curioso: rerum novarum cupidus. ¿Por qué no osar un diálogo con un antiguo libro que alega ser un ente animado? No puede haber daño alguno en ello, y el lector puede así observar un procedimiento psicológico que ha sido puesto en práctica infinitas veces a lo largo de los milenios de la civilización china, y que representó para hombres de la talla de un Confucio o un Lao Tse una suprema expresión de autoridad espiritual, tanto como un enigma filosófico. Utilicé el método de las monedas, y la respuesta obtenida fue el hexagrama 50, Ting, EL CALDERO.



De acuerdo con la manera en que estaba construida mi pregunta, debe entenderse el texto del hexagrama como si el I Ching mismo fuese la persona que habla. De modo que se describe a sí mismo como un caldero, es decir, una vasija ritual que contiene comida cocida. Aquí la comida debe entenderse como alimento espiritual. Al respecto dice Wilhelm:

“El caldero, como utensilio perteneciente a una civilización refinada, sugiere el cuidado y la alimentación de hombres capaces, lo que redundaba en beneficio del Estado… Vemos aquí a la cultura en el punto en que alcanza su cumbre en la religión. El caldero sirve para ofrendar el sacrificio a Dios…. La suprema revelación de Dios aparece en los profetas y en los santos. Venerarlos, es auténtica veneración de Dios. La voluntad de Dios, tal como se revela a través de ellos, debe ser aceptada con humildad”.

Ateniéndonos a nuestra hipótesis debemos concluir que aquí el I Ching está dando testimonio acerca de sí mismo.
Cuando alguna de las líneas de un hexagrama dado tiene el valor seis o nueve, ello significa que se la acentúa especialmente, y que por lo tanto tiene importancia para la interpretación. En mi hexagrama los “agentes espirituales” han dado el acento de 9 a las líneas que ocupan el 2º y 3er puestos. El texto reza:

Nueve en el segundo puesto significa: 
En el Caldero hay alimento.
Mis compañeros sienten envidia,
Pero no pueden nada contra mí.
¡Ventura!

Así el I Ching dice de sí mismo: “Contengo alimento (espiritual).” Puesto que el participar en algo grande siempre despierta envidia, el coro de los envidiosos es parte del cuadro. Los envidiosos quieren despojar al I Ching de su gran posesión, es decir tratan de despojarlo de significado o de destruir su significado. Pero su enemistad es en vano. La riqueza de significado del I Ching está asegurada; es decir, está convencido de sus logros positivos, que nadie puede arrebatarle. 
El texto continúa:

Nueve en el tercer puesto significa:
El asa del Caldero está alterada.
Uno está trabado en su andanza por la vida.
La grasa del faisán no se come.
Sólo al caer la lluvia se agotará el arrepentimiento.
Finalmente llega la ventura.

El asa (en alemán Griff) es la parte por la cual puede asirse (gegriffen) el ting. Significa por lo tanto el concepto (Begriff) que uno tiene del I Ching (el ting). En el decurso del tiempo este concepto aparentemente ha cambiado, de modo que hoy ya no podemos asir, aprehender (begreifen) el I Ching. Por lo tanto uno está trabado en su andanza por la vida. Ya no estamos sustentados por el sabio consejo y la profunda introvisión del oráculo; por ello ya no encontramos nuestro rumbo a través de las intrincadas sendas del destino y las tinieblas de nuestra propia naturaleza. La grasa del faisán, es decir la parte mejor y más preciada de un buen plato, ya no se come. Pero cuando al fin la tierra sedienta recibe nuevamente la lluvia, es decir, cuando ese estado de necesidad ha sido superado, el “arrepentimiento”, es decir, el pesar por la pérdida de la sabiduría, cesa, y llega entonces la oportunidad largamente anhelada. Wilhelm comenta: “Esta es la descripción de un hombre que en medio de una cultura altamente evolucionada se encuentra en un lugar en el que nadie repara en él ni lo reconoce. Este es un serio obstáculo para su eficacia.” El I Ching se queja, por así decirlo, de que sus excelentes cualidades no sean reconocidas y por lo tanto permanezcan improductivas. Se conforma con la esperanza de que se halla próximo a recuperar el público reconocimiento.
La respuesta dada, en estas dos líneas destacadas, a la pregunta que yo formulé al I Ching, no requiere ninguna particular sutileza interpretativa, ni artificios, ni conocimientos inusuales. Cualquiera que posea un poco de sentido común puede comprender el significado de la respuesta. Es la respuesta de alguien que tiene buena opinión de sí mismo, pero cuyo valor no es generalmente reconocido, ni siquiera ampliamente conocido. El sujeto que responde tiene un concepto interesante acerca de sí mismo: se ve a sí mismo como una vasija en la que se brinda a los dioses las ofrendas sacrificiales, el alimento ritual para nutrirlos. Se concibe a sí mismo como un utensilio de culto destinado a proveer alimento espiritual a los elementos o fuerzas inconscientes (“agentes espirituales”) que han sido proyectados como dioses –en otras palabras, destinado a prestar a esas fuerzas la atención que necesitan a fin de desempeñar su papel en la vida del individuo-. En verdad, este es el significado primero de la palabra religio: una cuidadosa observancia y consideración (de relegere) de lo numinoso.
El método del I Ching, en verdad, toma en consideración la oculta calidad individual de cosas y hombres, así como también de nuestra propia mismidad inconsciente. Interrogué al I Ching como se interroga a una persona a la que nos disponemos a presentar a nuestros amigos: uno pregunta si ello le resultará agradable o no. En respuesta, el I Ching me habla de su significación religiosa, del hecho de que en la actualidad se lo  desconoce y se lo maljuzga, de su esperanza de que se lo restituya a un puesto de honor –esto último, obviamente, con una mirada de reojo a mi aún no escrito prólogo, y sobre todo a la versión inglesa-. Ésta parece ser una reacción perfectamente comprensible, tal como la que podría esperarse también de una persona en situación similar.
¿Pero cómo vino a surgir esta reacción? En virtud de arrojar yo al aire tres pequeñas monedas, dejándolas caer, rodar y detenerse en posición de cara o ceca, según fuera el caso. Este curioso hecho, que una reacción que tiene sentido surja de una técnica que en apariencia excluye de entrada todo sentido, constituye la gran realización del I Ching. El ejemplo que acabo de dar no es único; las respuestas plenas de sentido constituyen la regla. Tanto sinólogos occidentales como distinguidos eruditos chinos se tomaron la molestia de informarme que el I Ching es una colección de “fórmulas mágicas” obsoletas. En el transcurso de esas conversaciones mi informante admitía a veces que había consultado al oráculo por intermedio de un adivino, por lo general un sacerdote taoísta. No podía tratarse de otra cosa sino de “puras tonterías”, claro está. Pero, y es bastante curioso, la respuesta recibida coincidía, al parecer, de un modo notablemente acertado, con el punto sensible psicológico del consultante.
Estoy de acuerdo con el pensamiento occidental en que era posible que existiese cualquier número de respuestas a mi pregunta, y por cierto no puedo afirmar que otra respuesta no hubiera sido igualmente significativa. Sin embargo, la respuesta recibida fue la primera y la única; nada sabemos sobre otras posibles respuestas. A mí me agradó y me satisfizo. Plantear la misma pregunta por segunda vez hubiera sido una falta de tacto, de modo que no lo hice: “el maestro sólo habla una vez”. El burdo enfoque pedagógico que pretende encuadrar los fenómenos irracionales dentro de un molde racional preconcebido, es para mí una blasfemia. En verdad, cosas tales como esta pregunta deben permanecer como eran cuando por primera vez surgieron a la luz, porque sólo así llegamos a saber qué hace la naturaleza cuando se la deja actuar por su cuenta, sin que se vea perturbada por la intromisión del hombre. No debiéramos recurrir a los cadáveres para estudiar la vida. Por lo demás, la repetición del experimento es imposible, por la simple razón de que no se puede reconstruir la situación original. Por lo tanto, en cada caso sólo hay una primera y única respuesta (los chinos solamente interpretan las líneas mutantes de los hexagramas obtenidos mediante la utilización del oráculo. Según mi experiencia, todas las líneas del hexagrama son importantes en la mayoría de los casos).
Pero volvamos al hexagrama: no hay nada extraño en el hecho de que todo el texto del hexagrama Ting, EL CALDERO, amplíe los temas ya anunciados por las dos líneas salientes. La primera línea del hexagrama dice:

Un caldero con las patas tumbadas.
Propicio para la eliminación de lo estancado.
Uno toma una concubina por amor al hijo de ella.
No hay tacha.

Un caldero cabeza abajo no se halla en uso. Por lo tanto el I Ching es como un caldero fuera de uso. Darlo vuelta sirve para eliminar lo estancado, como lo expresa la línea. Del mismo modo que un hombre toma una concubina cuando su mujer no tiene un hijo, así se recurre al I Ching cuando no se entrevé otra salida. Pese al status cuasi legal de la concubina entre los chinos, en realidad tal institución no constituye más que un recurso poco elevado; y así también el procedimiento mágico del oráculo es un expediente que puede utilizarse para fines elevados. No hay tacha, pero se trata de un recurso excepcional.

La segunda y tercera líneas ya han sido consideradas. La cuarta línea dice:

Al Caldero se le rompen las patas.
La comida del príncipe se derrama
Y queda mancillada su imagen.
Desventura.

Aquí el Caldero ha sido puesto en uso, pero evidentemente de una manera muy desmañada, es decir, se ha abusado del oráculo o se lo ha malinterpretado. De este modo el alimento divino se pierde y uno se expone a la vergüenza. Legge traduce como sigue: “Al sujeto en cuestión lo harán ruborizarse de vergüenza”. Abusar de un utensilio de culto como el ting (es decir el I Ching) es una crasa profanación. Evidentemente aquí el I Ching insiste en proclamar su dignidad de vasija ritual y se opone a ser usado para fines profanos. 
La quinta línea dice:

El ting tiene asas amarillas, argollas de oro.
Es propicia la perseverancia.

El I Ching, según parece, se ha encontrado con una nueva y correcta (amarilla) comprensión, es decir, con un nuevo concepto (Begriff) mediante el cual puede ser aprehendido. Este concepto es valioso (de oro). Existe, en efecto, una nueva edición en inglés, que torna el libro más accesible que antes para el mundo occidental. 
La sexta línea dice:

El Caldero tiene argollas de jade.
Gran ventura.
Nada que no sea propicio.

El jade se distingue por su belleza y su suave resplandor. Si las argollas son de jade, toda la vasija acrecienta su belleza, honor y valor. Aquí el I Ching se expresa como si se sintiera no sólo satisfecho sino por cierto muy optimista. Sólo cabe aguardar los hechos ulteriores y entretanto contentarse con la grata conclusión de que el I Ching aprueba la nueva edición.
He mostrado en este ejemplo, lo más objetivamente que pude, cómo procede el oráculo en un momento dado. Naturalmente el procedimiento varía un poco según la manera en que se le formule la pregunta. Por ejemplo, si una persona se halla en una situación confusa, él mismo puede aparecer en el oráculo como el que habla. O si la pregunta concierne a una relación con otra persona, ésta puede aparecer como la que habla. Sin embargo, la identidad del que habla no depende por entero de la manera en que se construya la pregunta, dado que nuestras relaciones con nuestros semejantes no siempre se ven determinadas por ellos. Muy a menudo nuestras relaciones dependen casi exclusivamente de nuestras propias actitudes, si bien podemos no tener consciencia alguna de este hecho. Ocurre así que si un individuo es inconsciente de su papel en una relación, puede que ahí se esconda una sorpresa para él; contrariamente a su expectativa, puede aparecer él mismo como el agente principal, tal como el texto lo indica a veces en forma inequívoca. También puede ocurrir que tomemos una situación demasiado en serio y la consideremos de extrema importancia, en tanto que la respuesta que obtenemos al consultar el I Ching dirige la atención hacia algún otro aspecto insospechado implícito en la pregunta. Casos como éste podrían hacer pensar, por lo pronto, que el oráculo es falaz. Se dice que Confucio recibió una sola respuesta inapropiada, a saber el hexagrama 22, LO AGRACIADO, un hexagrama que en toda su extensión tiene que ver con lo estético. Esto nos recuerda el consejo dado a Sócrates por su daimon: “Tú deberías hacer más música”, a raíz de lo cual Sócrates empezó a tocar la flauta. Confucio y Sócrates compiten por el primer puesto en lo que se refiere a sensatez y a una actitud pedagógica frente a la vida; pero es poco probable que ninguno de los dos se ocupara de “conferir gracia a la barbita de su mentón”, como lo aconseja la segunda línea de ese hexagrama. Desgraciadamente, la sensatez y la pedagogía a menudo carecen de gracia y encanto, y así es posible que, después de todo, el oráculo no se haya equivocado.
Volvamos una vez más a nuestro hexagrama: aunque el I Ching no sólo parece estar satisfecho con su nueva edición, sino incluso expresar un acentuado optimismo, esto aún nada predice acerca del efecto que tendrá la edición sobre el público al que se propone llegar. Puesto que tenemos en nuestro hexagrama dos líneas yang destacadas por el valor numérico nueve, estamos en condiciones de averiguar qué clase de pronóstico formula el I Ching para sí mismo. Según la concepción antigua, las líneas señaladas con un seis o un nueve poseen una tensión interior tan grande que las lleva a transformarse en sus opuestos, es decir, yang en yin y viceversa. Mediante este cambio obtenemos en el caso presente el hexagrama 35 Tsin, EL PROGRESO.



El sujeto de este hexagrama es alguien que tropieza en su ascenso con toda suerte de vicisitudes, y el texto describe la forma en que debería conducirse. El I Ching se encuentra en la misma situación: se eleva como el sol y se da a conocer, pero es rechazado y no halla confianza: se lo ve “progresando pero apesadumbrado.” Sin embargo, “uno obtiene gran felicidad de su antepasada”. La psicología puede ayudarnos a dilucidar este pasaje oscuro. En los sueños y en los cuentos de hadas, la abuela, o antepasada, a menudo representa al inconsciente, ya que éste contiene en el hombre el componente femenino de la psiquis. Si el I Ching no es aceptado por la parte consciente, por lo menos el inconsciente lo acepta a medias, y el I Ching está más estrechamente conectado con el inconsciente que con la actitud racional de la consciencia. Dado que el inconsciente a menudo aparece representado en los sueños por una figura femenina, tal puede ser la explicación en el caso presente. La persona femenina podría ser la traductora que ha brindado al libro sus cuidados maternales, y esto muy bien podría parecerle al I Ching una “gran felicidad”. El I Ching anticipa la comprensión general, pero teme ser mal usado: “Progresa como una comadreja.” Pero está atento a la advertencia: “No te tomes a pecho ganancia ni pérdida”. Permanece libre de “móviles no imparciales”. No se lanza contra nadie.
Por lo tanto el I Ching encara su futuro en el mercado librero norteamericano con calma, y se expresa aquí tal como lo haría cualquier persona sensata con respecto al destino de una obra tan controvertida. Esta predicción es tan razonable y está tan llena de sentido común, que sería difícil pensar en una respuesta más atinada.
Todo esto ocurrió antes de haber escrito yo los párrafos que anteceden. Al llegar a este punto quise conocer la actitud del I Ching frente a la nueva situación. El estado de cosas había sido alterado por lo que yo había escrito, en la medida en que yo mismo había entrado ahora en escena, y por lo tanto esperaba saber algo sobre mi propia acción. Debo confesar que mientras escribía este prólogo no me sentí demasiado feliz, ya que como persona con sentido de responsabilidad hacia la ciencia, no acostumbro afirmar algo que no puedo probar o por lo menos presentar como una cosa aceptable para la razón. Es, por cierto, una tarea problemática tratar de presentar a un público moderno y dotado de sentido crítico, un conjunto de arcaicas “fórmulas mágicas” con la intención de volverlas más o menos aceptables. Emprendí la tarea porque yo mismo pienso que hay en el antiguo modo de pensar chino más de lo que está a la vista. Pero me resulta embarazoso tener que apelar a la buena voluntad y a la imaginación del lector, dado que debo introducirlo en la oscuridad de un arcaico ritual mágico. Desgraciadamente, conozco demasiado bien los argumentos que pueden esgrimirse en contra de él. Ni siquiera sabemos con certeza si el barco que ha de llevarnos por sobre los mares ignotos no hace agua por algún lado. ¿No estará corrompido el viejo texto? ¿Es correcta la traducción de Wilhelm? ¿No nos embelesamos a nosotros mismos con nuestras propias explicaciones?
El I Ching insiste de un extremo a otro de su texto en la necesidad del conocimiento de sí mismo. El método que servirá para lograrlo está expuesto a toda clase de abusos; de ahí que no esté destinado a la gente inmadura y de mente frívola; tampoco es adecuado para intelectualizantes y racionalistas. Sólo es apropiado para gentes pensantes y reflexivas a quienes les place meditar sobre lo que hacen y lo que les ocurre –predilección que no debe confundirse con el morboso y rumiante cavilar del hipocondríaco-. Como he señalado más arriba, no tengo respuesta para la multitud de problemas que surgen cuando tratamos de armonizar el oráculo del I Ching con nuestros cánones científicos aceptados. Pero, ni falta hace decirlo, nada “oculto” puede deducirse por raciocinio. Mi posición en estas cuestiones es pragmática, y las grandes disciplinas que me han enseñado la utilidad práctica de este punto de vista son la psicoterapia y la psicología médica. Probablemente en ningún otro campo tenemos que habérnoslas con tantas incógnitas, y en ninguna otra parte nos acostumbramos tanto a adoptar métodos que resultan operantes aún cuando por largo tiempo acaso ignoremos por qué son operantes. Pueden darse curas inesperadas ocasionadas por terapias cuestionables, e inesperados fracasos ocasionados por métodos presuntamente seguros. En la exploración del inconsciente nos topamos con cosas sumamente extrañas, de las que el racionalista se aparta con horror, asegurando luego que no ha visto nada. La plétora irracional de la vida me ha enseñado a no descartar nada jamás, aún cuando vaya contra todas nuestras teorías (de tan breve perduración en el mejor de los casos) o bien no admita ninguna explicación inmediata. Esto, naturalmente, resulta inquietante, y uno no sabe con certeza si la brújula está apuntando bien o no; pero la seguridad, la certidumbre y la paz no conducen a descubrimientos. Lo mismo ocurre con este método chino de adivinación. Es obvio que la finalidad del método es el conocimiento de sí mismo, aún cuando en todas las épocas también se lo ha usado en un sentido supersticioso.
Yo, por supuesto, estoy absolutamente convencido del valor del autoconocimiento, pero, ¿tiene algún objeto recomendar semejante introvisión cuando los hombres más sabios a través de las edades han predicado sin éxito su necesidad? Aún para la mirada más prejuiciosa resulta obvio que este libro representa una larga exhortación a una cuidadosa indagación de nuestro propio carácter, actitud y motivaciones. Esta posición encuentra resonancia en mí y me indujo a emprender el prólogo. Antes, en una sola ocasión había manifestado algo en relación con el problema del I Ching: fue en un discurso conmemorativo en homenaje a Richard Wilhelm. Fuera de esto, he mantenido un discreto silencio. No es nada fácil percibir cuál es nuestro propio camino para penetrar en una mentalidad tan remota y misteriosa como la que subyace en el I Ching. No se puede dejar de lado sin más a espíritus tan grandes como Confucio y Lao Tse, por poco que uno sea capaz de apreciar la calidad del pensamiento que ellos representan; mucho menos es posible pasar por alto el hecho de que el I Ching constituyó para ambos su fuente principal de inspiración. Sé que anteriormente no me hubiera atrevido a expresarme en forma tan explícita sobre una cuestión tan incierta. Puedo correr el riesgo porque estoy ahora en mi octava década y las cambiantes opiniones de los hombres ya apenas me impresionan; los pensamientos de los viejos maestros tienen para mí mayor valor que los prejuicios filosóficos de la mente occidental.
No quiero abrumar al lector con estas consideraciones personales; pero como ya lo señalé, a menudo nuestra propia personalidad está implicada en la respuesta del oráculo. De hecho, al formular mi pregunta en realidad invité al oráculo a comentar directamente mi acción. La respuesta fue el hexagrama 29, k’an, LO ABISMAL.



Se da especial énfasis al tercer puesto, al acentuarse la línea señalada con un seis. Esta línea expresa:

Adelante y atrás, abismo sobre abismo.
En un peligro como éste, detente primero y espera,
De lo contrario caerás en un foso dentro del abismo.
No actúes así.

Anteriormente yo hubiera aceptado de modo incondicional esta advertencia: “No actúes así”, y me hubiera negado a dar mi opinión sobre el I Ching, por la simple razón de que no tenía ninguna. Pero ahora el consejo puede servir como ejemplo del modo en que funciona el I Ching. Es un hecho, si uno se pone a pensar en ello, que los problemas que ofrece el I Ching representan, por cierto, “abismo sobre abismo”, e inevitablemente uno debe “detenerse primero y esperar” frente a los peligros de una especulación exenta de restricciones y de crítica; de otro modo uno realmente extraviará su camino en las tinieblas. ¿Puede haber una posición intelectual más incómoda que la de flotar en la nebulosa de posibilidades no probadas, sin saber si lo que uno ve es verdad o ilusión? Es esta la atmósfera cuasi onírica del I Ching y uno no encuentra en ella nada de lo cual pueda fiarse, salvo el propio juicio subjetivo, tan falible. No puedo dejar de reconocer que esta línea representa de modo muy acertado la sensación con que escribí los párrafos que anteceden. Igualmente apropiadas resultan las reconfortantes palabras iniciales de este hexagrama –“Si eres sincero tendrás éxito en tu corazón”- porque indican que lo decisivo aquí no es el peligro exterior sino la condición subjetiva; es decir, si uno cree ser “sincero” o no.
El hexagrama compara la acción dinámica de esta situación con el comportamiento del agua en su fluir, que no siente temor ante ningún lugar peligroso, sino que se lanza sobre los arrecifes y llena los fosos que encuentra en su curso (K’an también significa agua). Esta es la manera en que actúa el “hombre noble”, que “desempeña el oficio de enseñar”.
K’an es sin duda uno de los hexagramas menos agradables. Describe una situación en la que el sujeto parece hallarse en grave peligro de caer en toda clase de trampas. Así como al interpretar un sueño es preciso seguir el texto de este con la misma exactitud, al consultar al oráculo hay que tener presente la forma de la pregunta planteada, ya que la misma pone un límite definido a la interpretación de la respuesta. La primera línea del hexagrama indica la presencia del peligro: “En el abismo uno cae en un foso.” La segunda línea hace lo mismo y luego agrega el consejo: “Uno debe esforzarse para alcanzar sólo las cosas pequeñas.” Aparentemente yo me anticipé al consejo, al limitarme en este prólogo a una demostración sobre la forma en que el I Ching funciona según la mente china, y al renunciar al proyecto más ambicioso de escribir un comentario psicológico sobre todo el libro. 
La cuarta línea dice:

Un jarro de vino; un cuenco de arroz por añadidura,
Vasijas de barro
Simplemente brindadas a través de la ventana.
No hay tacha en ello en modo alguno.

Wilhelm hace al respecto el siguiente comentario: 

“Aunque por regla general se acostumbra que un funcionario ofrezca ciertos obsequios de presentación y entregue recomendaciones antes de ser designado, aquí todo está simplificado al máximo. Los obsequios son pobres, no hay nadie que lo apadrine, uno se presenta a sí mismo, y sin embargo nada de esto tiene por qué resultar humillante, con tal que exista la intención honesta de ayudarse mutuamente en el peligro.” 

Parecería que el libro fuese en alguna medida el sujeto de esta línea.
La quinta línea continúa el tema de la limitación. Si estudiamos la naturaleza del agua, veremos que ésta llena una cavidad sólo hasta el borde y luego la rebasa. No permanece aprisionada allí.

El abismo no se llena hasta desbordar,
Sólo se llena hasta el borde.

Pero si, tentados por el peligro, y justamente a causa de la incertidumbre, insistiéramos en convencernos a la fuerza mediante empeños esenciales, tales como complejos comentarios, etc., sólo nos empantanaríamos en la dificultad, que la línea “al tope” describe con mucha precisión como un estado de atadura y prisión. Por cierto, la última línea a menudo señala las consecuencias que se producen cuando uno no se toma a pecho el significado del hexagrama.
En nuestro hexagrama tenemos un seis en el tercer puesto. Esta línea yin de tensión creciente se transmuta en una línea yang y produce así un nuevo hexagrama que muestra una nueva posibilidad o tendencia. Tenemos ahora el hexagrama 48, Tsing, EL POZO (de agua).



De modo que la cavidad llena de agua ya no significa peligro, sino más bien algo útil, un pozo:

Así el hombre noble alienta a la gente en su trabajo,
Y la exhorta a ayudarse mutuamente.

La imagen de gentes que se ayudan mutuamente parecería referirse a la reconstrucción del pozo, ya que éste se encuentra derruido y lleno de lodo. Ni siquiera los animales beben de él. Hay peces viviendo en el pozo y se los puede alcanzar a tiros, pero el pozo no se utiliza para beber, es decir para las necesidades humanas. Esta descripción recuerda el Caldero dado vuelta y fuera de uso que ha de recibir una nueva argolla. Este Pozo como el Caldero, quedó limpio. Pero nadie bebe de él.

Este es el pesar de mi corazón,
Porque uno podría sacar agua de él.

La peligrosa cavidad llena de agua o el abismo aludían al I Ching, e igual lo hace el Pozo, pero éste tiene un sentido positivo: contiene las aguas de la vida. Debe ser restituido a su uso. Sin embargo, uno no tiene un concepto (Begriff) sobre él, ni utensilio alguno para extraer el agua; el cántaro está roto y pierde. El Caldero necesita nuevas asas y argollas para que se lo pueda asir, y así también el Pozo debe volver a revocarse porque contiene “un manantial claro y fresco del que se puede beber.” Se puede sacar agua de él porque es “digno de confianza.”
Está claro que en este pronóstico el sujeto que habla es nuevamente el I Ching, que se representa a sí mismo como un manantial de agua viviente. El hexagrama anterior describía en detalle el peligro que amenaza a la persona que accidentalmente cae dentro del foso en el abismo. Debe empeñarse en encontrar la forma de salir, para descubrir entonces que se trata de un viejo pozo en ruinas, enterrado en el lodo, pero que puede ser restituido a su uso.
Sometí dos preguntas al método de azar representado por el oráculo de las monedas; la segunda de ellas, después de haber escrito mi análisis de la respuesta a la primera. La primera pregunta estuvo dirigida, por así decir, al I Ching: ¿qué tenía que decir sobre mi propia acción, es decir sobre la situación en la que yo era la persona actuante, la primera descrita por el primer hexagrama que obtuve? A la primera pregunta el I Ching respondió comparándose con un caldero, una vasija ritual que requiere una renovación, que sólo contaba con una dudosa atención por parte del público. La respuesta a la segunda pregunta fue que yo había caído en una situación difícil, ya que el I Ching representaba un foso profundo y peligroso lleno de agua, en el que uno podía fácilmente atascarse en el fango. Sin embargo, resultó que el foso era un viejo pozo que sólo requería ser renovado para que se lo pudiera usar nuevamente con fines útiles.
Estos cuatro hexagramas tienen unidad temática en lo fundamental (vasija, foso, pozo) y, en lo que concierne a su contenido intelectual, parecen tener sentido. Si un ser humano hubiese dado tales respuestas, yo, como psiquiatra, habría tenido que declararlo mentalmente sano, por lo menos sobre la base del material presentado. Por cierto que no hubiera sido capaz de descubrir ningún elemento de delirio, idiotez o esquizofrenia en las cuatro respuestas. En vista de la extrema vejez del I Ching y de su origen chino, no puedo considerar anormal su lenguaje arcaico, simbólico y florido. Por el contrario, hubiera tenido que felicitar  a esta persona hipotética por el alcance de su percepción de mi inexpresado estado de duda. Por otro lado, cualquier persona de mente aguda y flexible puede dar vuelta toda la cuestión y mostrar cómo he proyectado mis propios contenidos subjetivos sobre el simbolismo de los hexagramas. Semejante crítica, aunque catastrófica desde el punto de vista de la racionalidad occidental, no afecta la función del I Ching. Por el contrario, el sabio chino me diría sonriendo: “¿No ve usted lo útil que es el I Ching, al hacer que usted proyecte sobre ese abstruso simbolismo pensamientos hasta ahora inadvertidos? Usted podría haber escrito su prólogo sin advertir para nada la avalancha de malentendidos que el mismo podía desencadenar.”
El punto de vista chino se desentiende de la actitud que uno adopta en cuanto al funcionamiento del oráculo. Únicamente nosotros nos sentimos perplejos, porque tropezamos una y otra vez con nuestro prejuicio, o sea la noción de causalidad. La antigua sabiduría de Oriente pone el acento sobre el hecho de que el individuo inteligente entienda sus propios pensamientos, pero no le preocupa en lo más mínimo la forma en que lo hace. Cuanto menos piense uno en la teoría del I Ching, mejor dormirá.
Me parece que sobre la base de este ejemplo, un lector desprejuiciado estará ahora en condiciones de formarse por lo menos un criterio tentativo sobre el modo de operar del I Ching. Más no se puede esperar de una simple introducción. Si mediante esta demostración he conseguido dilucidar la fenomenología psicológica del I Ching, habré logrado mi propósito. En cuanto a las mil preguntas, dudas y críticas que este libro singular suscita, yo no puedo contestarlas. El I Ching no se ofrece acompañado de pruebas y resultados; no alardea ni es fácil de abordar. Como si fuera una parte de la naturaleza, espera hasta que se lo descubra. No ofrece hechos ni poder, pero para los amantes del autoconocimiento, de la sabiduría –si los hay- parece ser el libro indicado. Para alguno su espíritu aparecerá tan claro como el día; para otro, umbrío como el crepúsculo; para un tercero, oscuro como la noche. Aquel a quien no le agrade no tiene por qué usarlo, y aquél que se oponga a él no está obligado a hallarlo verdadero. 
Dejémoslo salir al mundo para beneficio de quienes sean capaces de discernir su significación.

C. G. Jung

Zurich, 1949.

Prólogo de C. G. Jung a la versión de Richard Wilhelm del clásico I Ching, El Libro de las Mutaciones  - De la Edición de Sudamericana.


11 de febrero de 2013

La escritura del Dios (El Aleph)

Lo comparto acá  porque adivino similitudes esenciales entre lo escrito, maravillosamente, por Borges y el texto de ese insondable libro que me ocupa desde hace años...






"La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar. 

    He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo. 

    La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.

    Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla. 

    Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. 

    Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.

    Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. 

    No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todomundouniverso.

     Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente." 
    Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
    Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. 
    Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre. 
    Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán. 

    Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad."

Jorge Luis Borges